Son las 8 de la noche y salgo de mi casa para encontrarme con unas amigas en un bar por acá cerca. Mi mamá me pide que avise cuando llego. Le digo que sí con una sonrisa, pero por dentro algo se quiebra: pienso en todas las que no llegaron. Camino con el paso acelerado, sola. Las luces de la calle no iluminan del todo bien y empiezo a sentir que alguien me sigue. Me doy vuelta, nadie. Me doy vuelta mínimo unas cinco veces más hasta que llego. Llegué. Suspiro. Le aviso a mi mamá.
¿Por qué tenemos que vivir así? Con el nudo en la garganta. Con el miedo acechando, siempre. Con el peligro a la vuelta de la esquina. No es justo, yo no elegí nacer mujer en un mundo donde nos matan.
Y ni siquiera nos matan de una. Lo van haciendo de a poquito, y casi que ni nos damos cuenta. Nos van quitando la forma de vestirnos, la oportunidad de decidir, nos van quitando los derechos y nosotras lo permitimos —ni hablar que hace no tanto no podíamos ni votar, o que los autores “anónimos” eran, en verdad, mujeres. Por miedo a que nos pase algo peor. “Por lo menos sigo viva”, en lo único que nos consuela.
“No olvides jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos. Debes permanecer atenta durante toda tu vida”
- Simone de Beauvoir.
Prendo la tele, otro femicidio en el noticiero. Fue su pareja. Fue su padrastro. Fue el conserje del edificio donde vivía. Fue un señor que conoció en internet. Fue un desconocido, alguien que la vio en la calle y la secuestró. “Mañana podría ser yo”, pienso. Cambio de canal. Una madre que hace más de 20 años busca a su hija desaparecida. Otra que desapareció hace 10 días. La teoría del noticiero: se escapó con su “noviecito”.
Abrazo a mi mamá, abrazo a mi hermana, por si mañana ya no vuelvo.
Y así vamos las mujeres, a los tumbos por la vida, sobreviviendo como si todavía fuésemos neandertales. Pero no porque nos falte comida y tengamos que cazar. Sino porque hay depredadores más grandes intentando cazarnos.
Nos van comiendo la cabeza hasta el punto en que desconfiamos de todos, del vecino, del amigo que conociste en la facultad, del hombre que barre la vereda de tu casa. Te da miedo conocer un chico por redes sociales, porque podría ser un asesino. Tratás de no interactuar mucho con profesores, no sea cosa que se obsesionen. “Supervivencia” sería en situaciones normales, pero esta situación no es para nada normal. Dejas de usar minifalda. Te tapás, te sentís culpable de tener un cuerpo. Te sentís culpable de existir, de ser mujer. Tengo miedo de traer una hija al mundo, porque no quiero que ella crezca así, en un mundo como este.
Desconfiás hasta de tu novio, no vaya a ser cosa que en un ataque de celos se le de por acuchillarte. “No, él nunca haría eso” dice una vocecita en tu cabeza… “¿Cómo estás tan segura?” dice la otra. Tratás de recordar si alguna vez le viste algún indicio de violencia. Y a veces, hasta te da culpa pensar de esta forma, pero no podés evitarlo: nos programaron así, para sobrevivir.
Y si tu pareja es violenta, olvidate. Porque salís una y otra vez en la tele, pero no por ser artista, o científica o escritora, no por tus méritos. Salís como estadística. Como un nombre en una placa negra con la palabra “FEMICIDIO”. Y si lográs salir viva, la tortura es igual de mala. Te preguntan por qué no te fuiste antes, por qué no lo denunciaste, cómo no lo viste venir. Te hacen pensar que la enferma sos vos, que la culpa es tuya por no escapar a tiempo y no de él por golpearte.
Porque nos enseñan a cuidarnos, pero nunca les enseñan a no matarnos.
Y lo más doloroso a veces ni siquiera es el golpe, sino la indiferencia. La del Estado, la del sistema judicial que archiva causas y deja violadores sueltos, impunes, listos para seguir matando. La de los vecinos que escuchan gritos pero no llaman a nadie, la de quienes se tapan los oídos y miran para otro lado. Nos ven con miedo, con rabia, con dolor. Y aún así, seguimos teniendo que explicar por qué estamos enojadas, por qué marchamos, por qué gritamos “ni una menos”. Como si no alcanzaran los cuerpos para justificar cada palabra que decimos. Hoy no es #8M, ni el día de #NiUnaMenos, pero no necesito que lo sea para escribir esto porque esta es diariamente mi realidad, y la de muchas otras mujeres. Una realidad en la que cada vez que cruzo la puerta de mi casa, tengo miedo de que sea la última vez.
No quiero ser valiente por tener que caminar sola de noche —o de día. Quiero ser libre, sin que eso signifique ponerme en riesgo. Porque el verdadero miedo no es que nos maten: es que a nadie le importe.
- Con cariño —y un poquito de rabia—, Renata.
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Renata, me tienes con las lágrimas fuera. Esto es tan real. Tus palabras son más que palpables. Me aprieta el pecho tanta impotencia desencadenada por el miedo a no volver. Por el miedo a pensar que un día cualquiera podría ser yo la siguiente. O mi mamá, o mi hermana, o alguna de mis amigas.
Por eso, en un mundo que nos quiere calladas, apagadas o silenciadas, hay que elegir ser el fuego que aviva la llama de los gritos de las que no fueron escuchadas. De las que no volvieron. Ellas viven en nosotras. Sus luchas son las nuestras. Y la rabia de sus corazones, también habitan los propios. Mientras que nunca olvidemos eso, seguiremos teniendo las fuerzas suficientes para continuar.
Tener que vivir con miedo no es normal, ni alejarte de cualquier hombre cuando sales muy tarde de noche, o evitar ir a x lado porque eres mujer y tienes que cuidarte.
Yo soy de las que salen muy tarde de trabajar y mi mamá nunca duerme hasta que yo llego. Me pregunto si algún día mi navaja barata no servira para nada y ella se quedara esperándome :(
Es horrible tener que preocuparse tanto por una misma, por hermanas, madres o hijas, solo por si algún hombre decide dañarnos.